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Bases moleculares de las arritmias del corazón
La Cenicienta de las Neurociencias
Transgénesis
La propagación del impulso nervioso
Du Bois-Reymond
Ramón y Cajal
La Historia del ADN.
A Propósito de las Extinciones
Dos hermanas viven bajo un mismo techo, confundidas en un abrazo que dura toda la vida. Una es rápida, reacciona en un instante y ejecuta con precisión. Su accionar es fulgurante y espectacular. No duda y tampoco se arrepiente, pues lo que hace es lo único que sabe hacer. La otra hermana es lenta y procede con cautela, toma su tiempo para escuchar y percibir, ponderando los mensajes y sus circunstancias. Luego reflexiona. Cuando finalmente actúa, su accionar es sutil y silencioso, con frecuencia indetectable. La primera hermana es estereotipada, la segunda impredecible. De la primera sabemos mucho y su nombre neurona se asocia al cerebro y a la mente. Se habla de las neurociencias y de la neurología, las artes del cerebro sano y enfermo. De la segunda hermana sabemos poco y su peyorativo nombre es glia, del griego para pegamento, el estuco del cerebro. Quien primero percibiera a esta singular pareja quedó deslumbrado por la neurona. Su porte elegante y longuilíneo, el asombroso alcance de sus extremidades, el delicado encaje de su arquitectura, sin duda destinada a explicar las maravillosas funciones del cerebro. Y allí quedó la glia, pequeña y compacta, condenada a cien años de menosprecio. La neurona como la princesa de las células y la glia como su sirvienta.

Esta historia comenzó en Madrid en la primavera del año 1878. Un joven médico aragonés de veintiséis años, tozudo y apasionado, ha observado un corte histológico con el microscopio de un amigo y ha visto la imagen que le acompañará eternamente. El joven es Santiago Ramón y Cajal, padre de la neurociencia moderna. El corte histológico es de cerebro y esta teñido con el método de Camilo Golgi, el sabio de Turín, figura dominante de la histoquímica del siglo XIX y némesis de su existencia futura. Donde Golgi ha visto una red continua de cables, que apoya a la teoría reticular del cerebro, Cajal intuye células que forman una red, es la doctrina neuronal. Usando el método de Golgi, Cajal tiñe incansable cerebros de distintos animales y en un acto inspirado, lo aplica al cerebro en desarrollo, lo que le permite definir con mayor precisión las distintas estructuras. Dibujante prodigioso, logra imágenes de calidad similar a las obtenidas hoy con los mejores microscopios. Lentamente, a fuerza de calidad y convicción, Cajal logra que su idea sea conocida y comprobada en los grandes centros científicos de Alemania e Inglaterra, debiendo para ello superar barreras idiomáticas, culturales y en particular el prejuicio reinante hacia la ciencia española, sumida en esos tiempos en el marasmo que denunciara Unamuno. La ciencia es a menudo impulsada por la disputa entre grandes personalidades y en 1906, Santiago Ramón y Cajal recibe el premio Nóbel de Medicina y Fisiología, compartido salomónicamente con Camilo Golgi. En profundo desacuerdo sobre todo lo demás, ambos sospechaban que no sería la glía la llamada a explicar las más elevadas funciones de la mente.



Santiago Ramón y Cajal

Los órganos están formados de varios tipos de células, pero cada uno tiene una célula que lo caracteriza. Al intestino su epitelio, al hueso el osteocito, a la sangre el eritrocito, a la piel, el queratinocito. Y al cerebro? Pues la neurona, dicen los textos modernos. Las células que conducen estas palabras hasta tu cerebro son neuronas. También son neuronas las que instruyen a los músculos de tus ojos a pasar a la siguiente línea y a tus manos a mover el ratón del computador. Más críticamente, son neuronas las que te permiten respirar, oler, comer y correr. Hay neuronas para toda ocasión. Las hay rápidas, que disparan impulsos eléctricos 1000 veces por segundo en respuesta a un sonido; otras son lentas, disparando cada varios minutos u horas. Están las incansables neuronas que controlan la respiración y las pacientes neuronas olfatorias que descansan todo un año, hasta que vuelves a oler pan de pascua. Las hay largas, que unen la punta de tu dedo gordo con tu médula espinal, a más de un metro de distancia (o a ocho metros si eres una ballena azul); otras son brevísimas, de apenas unas centésimas de milímetro, como las de los glomérulos olfatorios. Las hay excitatorias, que propagan mensajes que activan otras neuronas y otras inhibitorias, que apagan a las vecinas y permiten aumentar el contraste de la información. Un cerebro humano promedio tiene cien mil millones de neuronas, número similar al de estrellas en nuestra galaxia o cincuenta veces el número de personas sobre este planeta. Pero un cerebro es muchísimo más complejo que una galaxia. Imagina que estuvieras chateando en Skype o Messenger simultáneamente con otras diez mil personas y que cada una de ellas estuviera su vez conectada con otras diez mil personas. Imagina ahora que todos los seres humanos estuvieran conectados en red de esta manera, intercambiando información, segundo a segundo, sin descanso día y noche, formando un encaje informático de sutileza incomprensible. Ahora multiplica eso por cincuenta y llegarás al nivel de tu cerebro, la estructura más compleja del universo conocido.

La neurona es ya parte del imaginario colectivo. “Se te cansó la neurona”, se dice cuando cometemos un error. “Es de pocas neuronas”, se dice de alguien no demasiado astuto. En la enfermedad de Alzheimer, ese inexorable viaje de vuelta a la infancia, la desaparición progresiva de las neuronas va de la mano con la dilución de la personalidad. Parece entonces que nuestro ser más elevado, nuestra mente y conciencia individual, nuestro espíritu, están de algún modo determinados por neuronas. Ya sabemos como las neuronas individuales efectúan tareas simples, como mover músculos, ahora faltaría entonces solo entender como la red neuronal en su conjunto es capaz de generar lo que llamamos funciones cerebrales superiores, las que caracterizan a los primates y en particular las más desarrolladas en el humano, como la conciencia de nuestra existencia. ¿Será la mente simplemente el producto emergente de muchos procesos simples y paralelos análogos a mover un músculo? ¿O quizás haya algo cualitativamente distinto involucrado?

Una pista viene de la Fisiología Comparada. Si ponemos una neurona de mosca al lado de una neurona humana, es muy difícil distinguir cual es cual, incluso para un neurocientífico experimentado. Es decir la diferencia entre la mosca y el humano no parece estar a ese nivel. Y que tal la glía? Bueno, aquí la respuesta es distinta. A medida que se sube en la escala filogenética los cerebros tienen más glias por cada neurona, pasando de 1:10 en la mosca, a 1: 1 en el ratón, y llegando a 10:1 en el humano, es decir el cerebro humano tiene ¡10 glias por cada neurona! Más aún, si bien las neuronas son parecidas en moscas, ratones y humanos, las glias son muy distintas. El astrocito, un tipo particular de glía, alcanza en el humano un desarrollo espectacular, con un volumen 30 veces superior al astrocito de ratón. El cerebro humano difiere cuantitativamente y cualitativamente del de la mosca, del ratón y del de otros animales no por sus neuronas, sino por sus glías. ¿Será posible entonces que esta pequeña y olvidada célula guarde la clave de los que nos hace humanos?

Hoy en día muchos más investigadores nos estamos dedicando a estudiar la glía. Hemos aprendido que los astrocitos son responsables del medioambiente donde viven y se conectan las neuronas, entregándoles combustible y nutrientes esenciales, dilatando los vasos sanguíneos que traen O2 y se llevan el CO2. Sin astrocitos, la neuronas dejan de funcionar y luego mueren. Cada astrocito alberga hasta cien mil conexiones neuronales o sinapsis, modulando sutilmente la eficiencia de cada una. Las neuronas podrán ser las mensajeras, pero los astrocitos ejercen tienen la palabra a la hora de decidir si el mensaje llega o no. Para Maiken Nedergaard, investigadora líder en este campo, las neuronas “son como los niños de la casa, activos y desordenados, en permanente movimiento, exigiendo comida y atención”. Los astrocitos dice “son la mamá que los alberga, les entrega alimento, los ordena y dirige su desarrollo con sutileza y afecto”. Y la influencia no es vaga y difusa. En un artículo reciente se informa que en el sistema visual, las señales de calcio que usan los astrocitos para comunicarse entre ellos pueden reflejar el mundo exterior con incluso mayor precisión que las señales neuronales.

En cien años la neurociencia ha avanzado mucho, pero siguen vigentes las preguntas fundamentales que se hicieran Cajal y Golgi: ¿Que es un pensamiento? ¿Dónde se almacena una memoria?¿Por que hacemos una cosa y no otra? ¿Cómo logramos conciencia de nuestro propio ser? ¿Qué nos hace humanos? Algunas claves para estas y otras preguntas están sin duda escondidas en la glía, la cenicienta de las neurociencias, que ya fue invitada al baile.

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